viernes, 5 de febrero de 2016

Agéneros en la moda. ¿Elecciòn o prostitución de la imagen?


El modelo Stav Strashko

Andrej Peijec pasó, se convirtió en mujer y se fue. Cosechará lo que pueda en las paserlas, ya como "ella", abonada a la fama de cuando fué "él". Como modelo femenina no pasa de ser una rubia más, pero como modelo masculino rompió moldes y se coronó como "El chico más bello del mundo". Sin embargo, la industria de la moda, a quien lo único que importa es la cartera, ya busca y encuentra sucesores con imágenes  aún más perversas. Si entre los "agénero" puede hallar niños y niñas que se sienten a medio camino entre un sexo y el otro,  bienvenido sea. Creo en la existencia de un tercer género sin la necesidad de definirse, o con la posibilidad de integrar ambos. Quizás la ciencia, con el tiempo, nos de la solución para ser hermafroditas, o cualquier otra variada identidad con la que nos identifiquemos.  Lo que me parece denostable, no es la androginia de ninguno de los sexos, sino el hecho de que, sabiendo que la industria de la moda promueve estereotipos de cuyas fuentes beben los adolescentes y en cuyos espejos se mira la ya dañada autoestima femenina, no contentos con publicitar una imagen  de mujer desnaturalizada y al borde de la anorexia, nos propongan ahora una imagen protagonizada por varones. No dudo que ésto será lo que en el fondo buscaban hace tiempo muchos modistos. Años ha que escuché aquello de "Si queremos mujeres que parezcan chicos, ¿por qué no usamos chicos?" Sin embargo lo terriblemente retorcido está en que NO, no es un proyecto artístico. El arte en manos de la moda es ideología dirigida al colectivo femenino. Ya no basta con caerecer de  curvas, ahora para los diseñadores deberíamos tener pene. Aunque el doble mensaje es peor aún, porque a todos esos chicos que no se han decantado aún por una identidad de género,  les está  sugiriendo que "Si te pareces a él, es que tienes que ser una chica".
   Ambos son metamensajes camuflados tras una imagen rompedora y escandalosa que tan sólo pretende aprovechar la polémica para vender pero: ¿Qué pasa con estos muchachos a quienes se les inculca que "andrógino es igual a femenino"? ¿Por qué el contenido sublimimal es que una mujer puede ser masculina, -casi debe de serlo-, pero un muchacho no puede ser ambiguo? ¿Por qué esa contínua presión sobre los hombres?  Todos los que no conocen  a personas  "agénero" ven a uno de estos muchachos vestidos de femme fatale y dan por sentada su orientación sexual además de su identidad genérica. En cambio los que  sí conocen a personas de esta índole sabrán que "agénero" hay unos cuantos y  a  veces ni siquiera tienen un aspecto indefinido porque su cuerpo y sus rasgos se han  decantado muy temprano hacia un rumbo inevitable. Y hablo de "agénero", no de "transgénero" porque  hay mucha diferencia entre nacer en el cuerpo equivocado y, simplemente, no sentirte más cerca de una que de otra naturaleza. En el primer caso hay una necesidad de cambio, de orientación y de reconocimiento con el propio yo. En el segundo hay una aceptación de que no se está en ninguna parte y que tampoco es necesario estarlo. Gracias al mundo en que me muevo, conozco bastante criaturas indefinidas que viajan de uno a otro universo con suma comodidad y orgullosas de ello, pero, ¿qué pasa con el resto? ¿Qué nuevas crisis  traerá ésto a los frágiles adolescentes, ya demasiado condicionadas a encajar dentro de un molde ? ¿Y si alguno de estos muchachos no tiene duda alguna sobre su masculinidad, y sólo aprovecha su ambigüedad para hacer carrera, qué mensaje se les está enviando cuando se los empieza a encasillar como "modelos femeninas"? Cabría decir que mientras uno se sienta cómodo con lo que hace no hay mayor problema, pero ¿alguien conoce el caso de Bjorn Andresen, el famoso "Tadzio" de "Muerte en Venecia"?  A este muchacho, que contaba por entonces catorce años,  el rodaje de aquella película  le marcó tanto que dió tumbos de una cama masculina a otra sólo porque había asumido que "tenía que ser gay". Finalmente tras una adolescencia y una juventud destruídas, incapaz de identificarse consigo mismo, adorado por un público casi netamente homosexual y presionado para responder a las demandas de éste, Bjorn, encontró, su lugar como hombre heterosexual y halló una compañera. ¿Alguien puede imaginar la desorientación, el dolor, la incomprensiuón y la frustración de este muchacho ante sí mismo y su confusa imagen en el espejo durante toda una etapa de su vida? ¿Era necesario que pasase por ello?

   Los efebos siempre fueron deseados. En  la Grecia clásica los encumbraban como ejemplo de hermosura. De hecho, el modelo de belleza eran ellos, no nosotras. Posteriormente, el anhelo de los hombres por estos chicos ha estado sotearrado, velado y prohibido, y por tanto exhacerbado desde las sombras de la historia.  Las mujeres a quienes gustan los hombres andróginos son, aún,  una anécdota que se manifiesta lentamente, como todas las cosas que se nos prohibieron. Hay quienes las consideran raras, hay quienes no las entienden. Sobre todo los hombres, sobra decirlo, desde sus modelos prefijados de "qué es la masculinidad" no las entienden. Hay quienes ven en  su hambre de belleza una homosexualidad desviada . Puede ser también. ¿Por qué no? Y sobre todo, ¿qué más da?
Pero creo que ésto es lo que tenemos que decir nosotras:
   Queremos, SÍ queremos a este tipo de criaturas que no necesitan estar musculadas, ni barbudas, ni ser fuertes, ni pudientes, ni encumbradas. Queremos a estos jóvenes que se permiten ser frágiles, delicados, vulnerables,  y el más débil de la pareja, y no necesariamente el dominante - aunque tampoco les impide serlo-. Los queremos, no por encima de los otros, de los machos alpha, de los estereotipos impuestos. No para sustituirlos, ni para suplantarlos, ni porque sean "hombres blandos"  sometidos por nosotras. Los queremos como otra variedad más del hombre, (ya que son aceptadas tantas variedades de mujer). Los queremos en el panteón de las bellezas masculinas, siendo hombres, ejerciendo de hombres, seguros de sí mismos, orgullosos de lo que son. (Si es lo que elijen ser), pero los queremos respetados, no disfrazados de jovencitas sin curvas, ni carnes, ni otra cualidad femenina que la belleza condenatoria de sus rasgos que, otros hombres, sí, los propios hombres, parecen incapaces de digerir y necesitan esconder tras  capas de maquillaje y tacones a ver si así se les atragantan menos, a ver si así digieren las tentaciones que disparan en ellos. (O quizás, desde el otro lado, porque lo que necesitan es suplantarnos a nosotras, porque ellos son la "unica mujer" a las que pueden desear)
En suma: Para hacer de mujeres, recuerdo, ya estamos las mujeres, que somos población mayoritaria en el maltrecho orbe que habitamos. Dejad que nuestros niños crezcan como quieran, que decidan lo que son, que se sientan orgullosos de ser hermosos como ángeles, - ellos y ellas- sin decirles qué tienen que ser, a quién deben amar, como quién se deben vestir o con quién se tienen que acostar.
Bjorn Andresen como "Tadzio" en una escena de "Muerte en Venecia"

sábado, 1 de febrero de 2014

La belleza de los hombres azules.

Creo que todo empezó con aquella película... ¿Cómo se llamaba?.... ¡ah, sí! "La joya del Nilo".
Fue entonces con 12 o 13 años, cuando descubrí la belleza del Sáhara, las dunas interminables de arena y... aquellos bandidos, más que nada comerciantes de caravanas que llevan sal, pero al fin y al cabo no muy lejos en su leyenda de vikingos y piratas. Su encanto me atrapó. Terribles, velados y misteriosos,  mirandote con sus ojos profundos y negros, -verdes en ocasiones-, detrás del velo que les envuelve. Feroces, apasionados defensores de su tierra y su libertad nómada. Sí, tan romántica esa imagen como todas las que pueblan mi mente.
Tuaregs con sus ropajes originales teñidos a mano con el índigo que les tiñe la piel de azul.
A la cintura, sus espadas. 

   Y es que ellos,  ignorados como toda la grandeza de los territorios musulmanes, no están de moda y no se los nombra, aunque tampoco perecen.
   En mis viajes he visto beréberes, árabes y saharawis, y aunque ellos pertenecen al segundo de estos pueblos, no he visto frente a frente, un tuareg en toda mi vida.  Sin embargo, es fácil imaginar un rostro bello y salvaje, cargado de misterio y sensualidad tras sus velos azules, la mirada imponente de esos ojos pintados con kohl, brillantes y silenciosos.
He leído, no obstante, lo suficiente como para saber algunas cosas interesantes: por ejemplo, que el nombre de "hombres azules" se lo dieron los occidentales no por sus vestiduras, sino porque, el índigo con que tiñen sus ropas, tiñe también su piel.
Si os fijais en los ojos, la franja más clara muestra con claridad cómo la piel del rostro
que normalmenteva cubierta con el velo, está teñida de azul.

   También sé que arrancarle el velo a un tuareg y mostrar su rostro a un desconocido es una ofensa mayor, pero que  las mujeres  no llevan velo, y que tienen derechos sin parangón en el Sáhara. Su hospitalidad es legendaria. Si encuentran a un enemigo en el desierto, tienen la obligación de acogerlo y de llevarlo a su casa. Mientras el enemigo no se marche, estará a salvo. Aunque muchos se han ido haciendo sedentarios, y puede que estas maravillas queden lejanas en el tiempo.


    Si quereis leer hermosos relatos sobre esta tribu que, azul sobre dorado, conforman uno de los más bellos paisajes del desierto, os recomiendo la leyenda de "la virgen del cuello de plata".
  Escuchareis hablar de Djins y de Ghouls... los demonios que habitan en las cavernas bajo la tierra, y de muchas cosas encantadas.... También podeis soñar con hacerles el amor bajo una medialuna de agosto sobre un suelo que se pierde en una inmesidad estrellada, pues en el Sáhara se contempla, desde el suelo, toda la vía láctea.


 

lunes, 23 de julio de 2012

No me gustan los Zapatos

http://ithilien.co/

No me gustan los zapatos.



Nunca me había comprado unos zapatos. Desde mi adolescencia he sido una incondicional de las botas y botines; y en verano, sandalias. Todo cerrado en invierno. Todo abierto en verano. A medias, nunca.
     He gastado zapatillas de baloncesto, Converse de cuello alto, botas trenzadas con plataforma, mosqueteras planas y mosqueteras de cuña, botines de cordones y de botones, botas victorianas, alpargatas, cuñas de esparto y cinta, sandalias de cuero, sandalias bordadas, sandalias con lentejuela oriental, romanas y hasta zuecos… pero en todos estos años, unos treinta; no me había comprado unos zapatos y menos de tacón. Aunque para ser más exacta debería decir que son de cuña muy alta.

   Cierto que en 2005 compré unos…. Eran de color gris perla, bordados con hilos de cobre, flores hasta en el talón, y cintas para el tobillo. Me parecieron los zapatos de Cenicienta. Jamás los he estrenado ya que perderían su delicadeza de satén, así que los guardo en su cajita esperando ser colocados en una vitrina con mis trofeos de cuento. Por tanto, para ser justos digamos que nunca me he comprado unos zapatos que quisiera ponerme.
    De mi infancia recuerdo dos pares: Unas bailarinas de tela, azul celeste con un borde blanco y un lacito en el verano del 82 y, anteriormente, unos zapatos azul marino, cerrados, cuyo único adorno era un colgante plateado de dos niños besándose. Fueron mis zapatos favoritos. Pasaba horas mirando hacia abajo, viendo como la parejita de niños se balanceaba al movimiento de mis pies, con su brillo de acero pulido. Una noche soñé que perdía uno de los dos colgantes.
Al día siguiente, a media tarde, miré hacia abajo entre el pupitre y la silla buscando el brillo conocido… y sólo había una pareja de niños. La otra jamás volví a verla. Con un zapato cojo, sin amantes, me sentía desequilibrada.
 Ese sueño premonitorio fue el único que he tenido en mi vida. Quizás tenía ocho años.

 De resto, y por lo que a otros zapatos anónimos respecta, solo me quedan cicatrices de heridas en los dedos, ampollas en el juego del talón, y  la sensación de una notable falta de estética derivada mayormente del corte de la pieza. No me gustan los zapatos. Jamás me parecieron bellos ni cómodos.  



   Este año sí. Lo he hecho, y no sé aún si es casualidad que haya cumplido los cuarenta.
    Estaban ahí, en un cajón entre muchos, en la segunda planta de unos almacenes chinos. Primero me enamoré de su extraño tacón, abombado, no ya como los del siglo XIX sino como una caricatura de mis propios gustos. Y luego ese frente inocente de piel fruncida y pretensiones de mocasín fino.
     Lo cierto es que salí muy contenta con mi compra, casi una joya de coleccionista, pensaba, que no sabía con qué podía combinar, ni para qué exactamente los había comprado. Creo que en principio sólo los había comprado pensando que si no lo hacía, jamás los volvería a ver. Al menos eso es lo que me pasó siete años antes con los de Cenicienta. 








    En ese momento no lo hilvané con una reflexión que me lleva rondando la cabeza desde un año atrás.
    Mi forma de vestir no ido, en ningún momento de mi vida, acorde con mi edad, siquiera con mi círculo social, ni siquiera desde que encontré mi grupo de pertenencia a los treinta y cinco.  Con diecisiete imaginaba mi lejano futuro de treinta vistiendo con pantalones anchos de gasa, camisas y chaquetas de la misma consistencia
mórbida, y la melena rubia, más bien corta, que lucía por entonces.  
  

     Pero los treinta no me llegaron a los treinta. 


Cuando cumplí los treinta continuaba sintiéndome como si tuviera veintisiete, y aunque jamás he mentido al respecto, hasta hace no mucho seguí manteniendo que esa era la edad en que mi mente se había estancado. Ya lo he dicho: Mi aspecto jamás ha ido a la par de mi edad según los números, sino según los deseos concebidos por mi alma, que en un secreto pálpito, rogaba cada noche ser transformada a una eternidad donde los años carecen de importancia. Al menos por aquel entonces quería ser inmortal.
    Naturalmente los personajes de mis escritos no salieron de sus páginas en mi rescate.
 Los años siguieron pasando.
    En 2006, con treinta y cuatro, una amiga me preguntó.
- Si tuvieses la oportunidad de ser inmortalizada en algún momento de tu vida presente o pasado ¿Cuál elegirías?
 Y yo contesté:
- Éste.
-¿Éste? ¿Ni más joven ni más vieja, ni más delgada, ni más…Éste?
Ése. Sí, ése. En el 2006 aún llevaba conmigo la resaca del 2005, el mejor año de mi vida, y me sentía satisfecha. Había adelgazado, no tanto como una década atrás, pero volvía a usar una talla 38; me había moldeado el pelo y comprobado que para los jóvenes aún resultaba deseable. Le quise dar la espalda a los años, como si eso fuera posible. No me percaté de que, lentamente, recuperaba el peso perdido y el tiempo corría. Con treinta y siete comencé mi labor de diseñadora para Sublime,  y eso me obligó a relacionarme de nuevo con gente mucho más joven que yo: Mis modelos. Lo más curioso era que yo no sentía la diferencia de edad: Las trataba como iguales. Como si ya fuera inmortal, veinte años no eran nada. Ellas acogían esa igualdad con ternura, que si bien por las redes sociales se diluía, se acentuaba cada vez más al reunirnos.
    Ya hace tres años que Sublime está en pie, y este cumpleaños los cuarenta me alcanzaron con su mano para no soltarme. Entonces  me percaté de que mis esfuerzos por mantener la lozanía reencontrada en el 2005, ese breve paréntesis de juventud recuperada, habían estado fracasando año tras año, llevándome no solamente hacia adelante en el tiempo, sino hacia la ruina de una talla 44 que jamás había tenido y en la que me sentía embutida como en un traje de caucho.     No podía seguir rehuyendo la vida, ni la edad, ni las circunstancias. 






Siendo sincera, escrutando mi imagen en el espejo: los tutús de encaje, que empecé a coleccionar demasiado tarde, ya no me quedaban bien. Y con ellos los sujetadores con relleno y aros –lo que cabía en ellos había crecido demasiado-, las camisas escotadas, las gargantillas que me ceñían, más que adornarme, las medias de niña por encima de la rodilla y los chalecos “mini” artísticamente decorados.
     Mientras me apuntaba a un plan de adelgazamiento y gimnasio de urgencia forcé a mi mente a adaptarse a la situación.  Me embutí en largos y estilizados hábitos monacales, a más cerrados, mejor. Sobrios y lisos, grises y negros, guardé las gargantillas para un futuro cercano, si es que no pierdo la tersura del cuello, y  los talles princesa con manguita de farol pasaron de primera plana al fondo del armario.
Mi chasis, junto con mi cabeza necesitaba una revisión. 



La antigua imagen que tenía de mí, ninguna de todas las antiguas imágenes, servía ya de adorno a mi figura real. ¿Qué otro estilo podía adoptar? A mi mente no dejaban de acudir las frases, consejo sabio de una de mis modelos que encontraba el error de mi vestuario en la cantidad de cortes horizontales que la sucesión de camisas, y chalecos, y tutús, y medias, y botas, trazaban en mi anatomía.
   “Puedes seguir usando los Tutús -decía ella- pero de otra manera, con prendas largas, de una pieza”.
    Generalmente soy yo la que aconsejo. Soy yo la que asesora la imagen de otras personas. Realmente me sentía perpleja ante el vacío y el “non plus ultra” que veía en la mía. Sin futuro, sin ideas. Me dio un poco de vergüenza que ella tuviera razón, pero la tenía y sé que la tenía porque esa frase se quedó rebotando en mi cabeza desde Marzo, y hoy aún lo hace. 





Por otra parte, cambiar de aspecto y asumir la edad que tengo, ¿No conduciría a que la gente joven con la que debo sí o sí relacionarme, - cosa que hago encantada, que conste y por escrito-, me miren con más respeto y seriedad? De hecho, para aquellos apenas una década menor que yo, mi atractivo femenino se reduce a los términos “MQMF”.  Literalmente es un acrónimo juvenil que significa: “madre que me follaría”.El día que me pusieron semejante apelativo fue la noche de mi cumpleaños.
   
    El día que me pusieron semejante apelativo fue la noche de mi cumpleaños.
  Lo celebré exclusiva y privadamente con veinte de mis modelos habituales, y de fondo, en la pantalla del portátil desde el que sonaba la música, colgaron una foto de  la actriz Michelle Fairley en la serie “Juego de tronos”.  Michelle Fairley es una mujer hermosa en otras películas, pero en esa, en la que tiene cuarenta y seis años pero en la que le hubiera atribuido sesenta... no me lo pareció. Me pareció de rasgos duros y avejentados. En ninguna otra de sus producciones hallé el parecido que ellos afirman encontrarnos, pero la calificación, por afectuosa que fuese, delataba algo: La única que mantenía una idea ficticia de juventud a la que continuaba aferrándose… era yo.  Para la gente que tiene menos de treinta y cinco, soy una figura materna.
    Sería obvio para cualquiera que no se resistiese a madurar como yo lo hacía, ofendiéndome ante el trato de “señora” que me dispensan los dependientes más jóvenes desde que cumpliese los veintisiete. Preguntándome si el susodicho tenía los ojos en la nuca como para no darse cuenta de que jamás aparenté mi edad real y que a todas luces parecía una muchacha o, cuanto menos, una vividora del placer y no una madre. Pero creo, que ninguno de ellos llegaba fijarse lo suficiente como para cuestionarse tal cosa. 




Así que, ciertamente, se impone cambiar. Porque ni la dieta, ni el gimnasio, ni el pelo rojo, ni todas las cremas regeneradoras, los antioxidantes, las nueve horas de sueño, el sol evitado en las esquinas, el aire de alta montaña que retrasa el envejecimiento, ni mi espíritu aventurero, pasional y aún arriesgado; ni siquiera la cirugía estética… me pondrán otra vez en el candelero de los veinte. Ni aunque fuera la mismísima Michelle Pfeipfer en lugar de Michelle Fairley sería considerada tan sexy como Megan Fox, porque es una cuestión de carnet genético y no de apariencias.









Como Tina Turner en una fiesta de adolescentes.


    Descubrí que me sentía absurda con toda aquella parafernalia, una noche en que salí con la “top” de mi firma y unos amigos y, como era costumbre, nos sumergimos en las profundidades del Dark Hole. Quedaban, como yo, algunos oscurillos ochenteros, pero la mayor parte de ellos tenían ese aspecto demacrado y endurecido, maltratado por la vida, de quien la ha gastado demasiado pronto. El resto, escasamente decorado, con camisetas, vaqueros negros y cinturones de tachuelas, se conformaban con un aspecto sobrio y más bien cotidiano. Yo era de las pocas que vestía corsé, camisa con escote abierto, medias a mitad del muslo, e iba excesivamente maquillada. El resultado era como si  una Tina Turner, ni famosa, ni con glamour, se hubiese colado en una fiesta de adolescentes.
   Afortunadamente unos meses más tarde encontré la solución: cambiar de ambiente. 

Aires renovados: El Pub Ithilien.


     La solución, el ambiente nuevo que no sabía que buscaba, vino a mí.
Está a unos cincuenta km de Madrid, en la localidad de Chapinería, y se llama Ithillien.  Se trataba de un pub de vocación steam-punk, con vitrinas donde Sherlock Holmes convive con exploradores del siglo XIX y donde sus dueños derrochan imaginación para crear eventos que atraigan fuera de las murallas invisibles de la “city” a cuantos afines puedan encontrarse. No sólo esta pareja se ha convertido en una buena alianza y amistad que visitar con frecuencia, sino que bajo su amparo se congrega público entre los veintitantos y los cincuenta con intereses similares a los nuestros. Las conversaciones, maduradas por la experiencia de los años, y no afianzadas desde la audacia que nos impulsa en la juventud, pueden transcurrir en un ambiente pausado, entre caipiriñas enigmáticas y gin-tonics de frutas variadas, hasta el linde del amanecer o más allá. 
    Hallé, entre mis coetáneos, algo muy diferente a la reacción de los veinteañeros, que con un cuarto de siglo tienen suficientes alas para volar y ver el mundo desde arriba, pero que aún no han tenido tiempo de bajar al suelo y comprobar si es como parece. Es más, ni siquiera se han llevado las pedradas necesarias para saber que del cielo también se cae.   



Una falda y un espejo. 



¿Y qué tiene todo esto que ver con los zapatos de cuña redonda que no sé dónde ubicar? Pues tiene que ver con una falda y un espejo. Y es que mis tutús no me sentarán como antaño, pero con una falta de vuelo en varias capas, rozando mis rodilas justo por encima, me queda tan bien como mis antiguos tutús, Mis piernas siguen siendo esbeltas, y sobre unos zapatos con estilo, lucen unos gemelos bien formados. ¿Será mi futuro cambiar los tules rígidos a medio muslo por las faldas con movimientos de seda, y las camisas ajustadas con escote profundo, por las más discretas bajo una chaqueta larga, entallada? 

    ¿Y qué importancia tiene todo esto?
    Tiene la importancia de sentir que he estado perdida durante mucho, mucho tiempo entre adornos excesivos, largos inadecuados, volúmenes complicados y formas que ya no me pertenecían, incapaz de asumir que sí, SOY UNA SEÑORA, por más que esa palabra aún me rechine y que señora no tiene que ser un título denigrante con el que se apoda a una anciana, sino a una mujer ya hecha, nada inexperta, que ha cogido las riendas de su vida y la ha impulsado hacia adelante sorteando las tempestades que antes barrían su barquito.
Señora es una Dama, no una doncella, y doncella es no solamente una virgen, sino también una criada; pero nunca una Dama. Tiene la importancia de que una mujer madura que sabe llevar sus años con elegancia y dignidad tiene más atractivo –incluso para los jóvenes- que una niña envejecida que responde a patrones de conducta más cercanos a la infancia que a la madurez, y que se viste como si los años no dejaran huellas en su rostro cuando la verdad es que comienzan a dejar surcos lo bastante profundos como para sembrar unas patatas.


La edad cambia los ojos con que nos miran.

En resumen, la edad nos cambia, y cambia los ojos con que nos miran. Cambia la mirada y la intención, cambia al individuo que nos observa y en qué rol nos coloca. Y tarde o temprano surgirá la crítica si hemos ido demasiado lejos sin integrarnos en el lugar que nos corresponde. En las mujeres, no consideradas deseables en la madurez hasta hace poco, este cambio se sucede de un modo vertiginosamente rápido. (Nunca olvidaré cuando una amiga que era madre con 30 años me encargó una camiseta con la leyenda “las mamás también son sexis”) Y una mujer de cierta edad puede conseguir más fácilmente ser admirada desde el balcón de su veteranía, que desde un eterno proyecto de madurez que no se alcanza. 

    Así que… aquí estoy, y me busco a mí misma. A mí con cuarenta años y de ahí en adelante. Nunca hacia atrás. A mí en camisas, faldas, zapatos, medias y chaquetas que deberán suplir los  abandonos de ropa que estaba esperando volver a lucir cuando terminase mi descenso por la balanza, pero que, debo asumirlo, jamás volveré a ponerme. A mí encontrando qué hacer con todo ese pasado y preguntándome si el cambio exterior propiciará algún tipo de cambio interior o si tendré que seguir aguantando a la niña que fui. Y en pie de guerra con todo esto, he querido compartir esta tardía transformación de oruga a mariposa por si acaso, alguien, llega al final de este cuento real y descubre… que durante demasiado tiempo ha sentido que el tiempo pasaba por un cuerpo que no era el suyo, cuando lo que no era suyo verdaderamente era la edad con que se identificaba.


Muriel  Dal Bo


lunes, 2 de julio de 2012

Las Reinas del Baile

(Habla La bestia)

Ante la caída de los mercados y la desaparición de la clase media, la industria de la moda reacciona, y recoge entre sus brazos, a todos aquellos modelos de mujer que antes despreciaron. Entre las justificaciones está la de que ya no se vende, y la de que las mujeres no quieren ser eternas adolescentes, sino reivindicar su sexualidad adulta con esquemas de belleza acordes a ella. Por esto –dicen- se ha puesto de moda la figura “reloj de arena” y las “curvas”. Aunque la moda tiene una forma muy particular de interpretar las cosas: Antes hacían “ropa para delgadas” es decir, ropa que sólo se podían poner muchachas sin carne en los huesos para que la caída de la prenda se pareciese en algo a lo que su diseñador esperaba de ella. Ahora dicen que apuestan por las curvas, pero… ¿Cuántas curvas? Abandonan el manido “Vuelven los 60” esgrimidos durante  los últimos veinte años, temporada tras temporada para  volver a los 50… sin embargo, las nuevas colecciones no favorecen en nada las formas curvilíneas, no las estilizan buscando un equilibrio sino que hacen aún más gorda. Es decir, en vez de cambiar de modelo de mujer y fotografiar a mujeres de tallas normales con vestidos que estilicen sus formas sin esconderlas, siguen usando a las preternaturales y andróginas mujeres de la 34  y las rellenan con telas abullonadas, cortes y pinzas en la cintura, que las engrosen un poco y disimulen la escasa femineidad que destilan gracias a la esclavitud a la que están sometidas.
    No obstante los cambios no se detienen aquí.
Quizás sí que veamos un cambio real aunque, creo, que mientras en las revistas sigan hablando en los siguientes términos: “Se ponen de moda las tallas XXL” y te coloquen la imagen de una damisela que mide 1´83 y tiene una talla 44 me parece que estamos tan en la irrealidad como antes.
    Señores, una talla 44 no es una XXL. ¿Entonces qué será de la talla 50? ¿Estaremos ante la talla XXZ? Una mujer que mide 1´82 y usa una talla 44 está más que proporcionada para su estatura. Lo inhumano y casi extraterrestre es que una mujer de semejante altura tenga 87 cm de cadera. Deberíamos cambiar el registro y comenzar por poner las cosas en su sitio: una talla 38 para una chica de 1, 60 a 1`70 debería ser un estándar. Una talla 34-36 debería ser apropiada para una joven de 1`50cm; y una talla 40-42 debiera ser considerada natural para  una mujer que mide 1`75….
     Empecemos por relacionar estatura con ancho y tendremos alguna noción real de lo que es la proporción. Es absurdo medir el ancho sin el alto ya que, en contra de lo que los señores modistos dibujan en sus figurines, estamos hechas en tres dimensiones y no en dos.
  
     La otra propuesta nueva de la industria de la moda es proponer un mercado adecuado a la mayoría de la población occidental: la senectud al poder, las “Sexygenarias”. Que sí, pueden tener hasta 80 años y la cabellera plateada, pero lucen unos bellísimos esqueletos. Tan delgadas que se puede adivinar cómo serán sus huesos. ¿Y por qué? Porque la población occidental, donde se encuentran quienes pueden comprar ropa de firma, envejece.
    Así que si la población tiene una amplia mayoría con sobrepeso, gracias a las cualidades de nuestra industria alimentaria y lo sedentario de nuestro día a día, y una vida más longeva gracias a la proliferación de medicinas al alcance de todo y de mejoras en la calidad de vida, digamos algo políticamente correcto y abrámonos caminos nuevos. Al mal tiempo buena cara que a todo la industria se adapta.

  Mi crítica –entiéndase-, no es en ningún caso hacia la nueva valoración de estos tipos humanos más que naturales, (ya sean tallas más amplias o edades maduras),  que merecen todo el respeto del mundo y la dignidad de ser considerados bellos sino el  motivo oculto que las promueve.
  La pregunta es: Cuando pase la crisis – si es que pasa- y el mercado nuevamente pueda gozar de sus musas; si la clase media se recupera, entonces: Las “Viejas” y las “Gordas”… ¿Seguiremos siendo bellas o nos echarán del banquillo de animadoras?